Eva

Desde que me ofrecí voluntaria para escribir mi testimonio y publicarlo en la web de Grapsia, comencé a sentir un cosquilleo gracioso en mis entrañas. Una sonrisa se esbozaba en mi rostro al vislumbrar la oportunidad de contarle al mundo mi experiencia, de gritar a los cuatro vientos algo que a mí siempre me ha parecido especial y que, contradictoriamente, solo he podido compartir con un par de personas de mi entorno. Ahora, con 28 años veo que ha habido momentos duros, sobre todo los relacionados con intervenciones y con las dudas no resueltas, pero también se puede hacer una lectura positiva de todo lo vivido, y es esto precisamente lo que me impulsa a contaros mi experiencia.

Mi historia comienza a los cuatro años. Se me detecta el síndrome a raíz una intervención rutinaria para extirpar lo que, aparentemente, solo se trata de una hernia inguinal. Cuando los cirujanos abren y ven “todo lo que hay dentro”, deciden tomar muestras y cerrar de nuevo. Informan a mis padres del síndrome.

Desde el momento en que lo descubren, me convierto en objeto de interés para médicos pediatras, endocrinos, enfermeras, compañeros de trabajo de mi padre en el hospital, etc. Yo solo percibo un trato hacia mí especialmente cariñoso y atento, siempre atribuido a ser la hija de un trabajador del centro. Mis visitas al médico se convierten en rutinas de analíticas, placas, pruebas y más pruebas, ingresos… Mis padres se dividen
al asimilar la noticia: mi padre no quiere hablar del tema con mi madre porque, según él, eso es “regodearse en la desgracia”. Mi madre, más sensible, necesita hablarlo, pero nunca se atreverá a dar el paso de comentarlo con alguna amiga o familiar por miedo a perjudicarme.

Aparte de las visitas a hospitales, crezco felizmente. Soy una niña alegre, muy activa, “algo trasto”, sociable y siempre con heridas en las piernas de caerme con la bici o los patines. Mis genitales externos y mi fisonomía nunca dejan lugar a dudas. Soy una niña.

Voy cumpliendo años y nos vamos acercando, inexorablemente, a la pubertad: la temida pesadilla de mis padres. Comienzo a percibir los cambios naturales de la edad en las chicas de mi clase, pero no en mí. Debido a que mi hermana mayor tuvo su primera regla muy tarde, de algún modo pienso que es normal que yo esté tardando más. Ya en séptimo de EGB comienza a llamar la atención de mis compañeros mi tardía madurez y me gastan bromas que ahora recuerdo con gracia: tablón de anuncios, tabla de planchar… Me acuerdo de que no me hacía daño que se metieran con mi cuerpo ya que, aunque no tenía mucho pecho, era una de las chicas más altas y ágiles de clase y la primera siempre en carreras de fondo. Justo por ese entonces empezó a gestarse algo en mí que no podía disimular, ni siquiera con mis padres: mi esperanzada preocupación por que me bajara la regla igual que a mis compañeras.

Fruto de esa ilusión, acudía insistentemente al baño para mirarme las braguitas cuando percibía algún dolor “nuevo” de tripa. Otras veces, me colocaba una sudadera atada a la cintura para que, si me bajaba la regla, no me pillase en un renuncio. Sin embargo, es curioso cómo mis padres me transmitían lo que me estaba ocurriendo sin expresarlo verbalmente. Con doce años le dije a mi madre: “no te preocupes mamá, sé perfectamente que a mí no me va a venir la regla, tengo esa intuición”. Ella, que ya por aquel entonces había desarrollado técnicas de interpretación frente a mis comentarios sobre la menstruación dignas de la mismísima Ava Gadner, no pudo disimular su sorpresa y su gesto la delató. No tengo claro si fue por no verla sufrir o porque yo no quería aun salir de mi burbuja, pero no quise seguir tirando de la manta.

A los trece años, en clase ya faltaban pocas niñas por que les viniera la regla. La obsesión que suscitaba este tema entre el género femenino era tal, que comencé a llenarme la mochila de tampones y empecé a mentir.

Pienso que me hubiese ayudado mucho en esos momentos saber lo que he descubierto ahora al ser adulta: que nadie recuerda la adolescencia como algo normal y que todos nos sentíamos los “raros” del grupo, frente al resto que, aparentemente, eran tan fuertes.

Ataqué por última vez a mi madre con el tema de la regla una noche, tumbadas tranquilamente en el sofá del salón. Mirándola a la cara para no perderme un detalle de su expresión, le pregunté a bocajarro: “mamá, a mí no me va a venir la regla, ¿verdad?”. Ella contestó con un sutil “vas a tener complicaciones en ese sentido cariño”. Acabamos llorando las dos, yo sin saber muy bien por qué lloraba, ella porque ya no podía
aguantar más.
A los trece años me extirparon las gónadas, pero a mí me dijeron que eran hernias. No vino ningún familiar a verme al hospital, ningún tío, ninguna prima. Pasé un verano convaleciente sin apenas moverme de casa.

Durante el camino de vuelta de una revisión rutinaria al hospital, en plena estación de Atocha, viví uno de los momentos más escalofriantes que recuerdo de ese periodo. Llevaba días pensando que las heridas coincidían casualmente con la zona donde debía encontrarse mi aparato reproductor. Me lancé a la piscina y le pregunté frontalmente a mi madre si esas “hernias” que me habían extirpado no tenían nada que ver con el
tema de mi menstruación. Ella contestó, sobresaltada, en un frío tono que no olvidaré en la vida: “cuando lleguemos a casa hablamos”. El trayecto de vuelta, cuatro o cinco estaciones en cercanías, puedo jurar que se me hizo más largo que una ruta transiberiana. Por fin allí, sentadas en la cocina, mi madre me explicó que mis gónadas no se habían desarrollado como correspondía, que se habían agotado todos los cartuchos y que, por eso, se había decidido esperar a la pubertad para quitármelas. Insistía en que era necesario porque se trataba de “algo” que podía tumorizarse. Descubrir que la medicación que tomaba eran hormonas que debía ingerir a lo largo de toda mi vida también me creó un gran impacto.

A partir de ese momento recuerdo cómo inicié un proceso de racionalización algo insólito para ser tan joven: “bueno, son hormonas, hay mucha gente que tiene que tomar medicación más agresiva de forma crónica”. Aun no sé si por supervivencia, por esa capacidad de adaptación que poseen los niños o por el propio eclecticismo del cariotipo XY, pero yo ME REPUSE. Pasé algunos meses malos, llorando muchas veces sola para no preocupar a mi madre y escondiéndome de mis hermanos que no sabían nada del tema. Pero me repuse y, no solo eso, tuve una adolescencia llena de vida, de alegría, de experiencias, de risas con mis amigas. En ese momento comencé la primera etapa de mi periodo de superación.

El siguiente bajón llegaría de la mano de mis relaciones sexuales y de mi vagina disfuncional. Aquí menciono el único episodio que puedo reconocer como realmente traumático: las dilataciones vaginales. Estoy segura de que en muchos casos serán necesarias, pero para mí es un capítulo de mi vida que no tuvo sentido alguno y que desearía borrar de mi memoria. Al no contar con apenas más de 4 cms de cavidad vaginal, el médico pediatra que llevó mi caso, una eminencia en cirugía pediátrica de uno de los más afamados hospitales de la Comunidad de Madrid, sugirió como primera opción la dilatación manual de mi vagina. Frivolizando sobre mi concepción de mujer aniñada, como he leído en otro testimonio, recuerdo aún sus palabras: “la niña (de 17 años) se tiene que introducir esto todas las noches durante diez minutos. Es algo muy fácil, no se preocupe porque la vagina no tiene sensibilidad en su parte interior, no le va a doler. Aun así le dejo todos estos botes de lubricante”. No solo era traumático, doloroso y angustioso, sino que además fue TOTALMENTE INÚTIL.

Recurrimos entonces a la intervención quirúrgica. Extraen injertos de tu propia piel y los colocan cilíndricamente en la vagina. Producto de varias de esas operaciones son las cicatrices más grandes de mi cuerpo y aun hoy siento algo de pudor al mostrarlas durante mis relaciones sexuales, pero la vergüenza se me pasa rápido. Tengo un cuerpo especialmente bonito, no me importa lo que puedan pensar de mí y disfruto de una sexualidad plena. No siempre fue así.

Mis primeros cinco años de relaciones sexuales fueron altruistamente gastados en procurar placer al otro, olvidándome por completo de mi propia satisfacción sexual. El punto de inflexión lo marcó la llegada de un vibrador como un gracioso regalo de cumpleaños. A partir de entonces descubrí los orgasmos, algo que yo pensaba que tenía vetado por mi condición de estar “hueca”. Mi proceso de superación personal se iba consolidando cada vez más, alternándose con pequeños retrocesos:

“La naturaleza es muy sabia” me dijo una psicóloga a la que estuve acudiendo por problemas de ninfomanía a los veintiún años. Cada relación sexual, cada conquista, eran para mí una aportación más que añadir a mi lista, a mi recién estrenada identidad de mujer. Tras mucho tiempo pensando en el sexo como aquello que no puedes practicar, cuando ya por fin puedes, al principio lo percibes de una forma “artificial” y tu mente
necesita rellenar ese vacío que se ha gestado tras las operaciones. Deseas sentirte mujer y corres el riesgo, como yo, de caer en la trampa de reforzarte a través del sexo. Creo que tuve que pasar por ello para aprender una sabia lección.

Finalmente, hace cinco meses, con veintiocho años, me entero de forma casual de que soy una afectada del síndrome. Alguna vez mi madre me había alertado de la ambigüedad de mis gónadas extirpadas pero, frente a una información confusa, yo no seguí insistiéndole por no incomodarla. Mis dudas se disiparon tras una consulta ginecológica a finales del pasado año, cuando me dieron cita para realizarme una ecomama y me facilitaron un volante. En él, se especificaba que la prueba estaba relacionada con un síndrome de Morris. Tardé poco en meterme en Internet, en una biblioteca pública, y buscar en google qué era eso de Síndrome de Morris. Manejando con mucha cautela información de foros, wikipedias y libros, puedo confesar que la impresión que me causó dicho descubrimiento fue de verdadera satisfacción personal. Por fin entendía todo, todo cuadraba.

Ahora, en mi última etapa del proceso de superación, me encuentro asimilando la información, compartiéndola con amigos y seres queridos. Puedo decir que ahora más que nunca sigo “buscándome a mí misma”, aunque sé que este proceso puede durar toda la vida.

He querido retratar los momentos más difíciles de la historia para cumplir el objetivo de este testimonio: dar una luz de esperanza a aquellas personas con SIA que todavía se encuentren en alguna de esas etapas o incluso para ayudar a familiares que estén afrontando la situación. Lo que he contado hasta aquí es el pasado. Ahora os cuento mi presente:

En la actualidad soy una chica risueña, ansiosa por hacer planes de todo tipo y por compartir buenos momentos con amigos y familiares. Estudié una licenciatura que me ha permitido obtener un trabajo donde me dedico a ayudar a los demás. Como me dijo una gran amiga al confesarle mi afección, “si antes pensaba que eras fuerte y especial, ahora lo pienso mucho más”. También es una respuesta frecuente de mis confidentes decir que lamentan que todo este sufrimiento lo haya padecido yo sola, sin poder compartirlo con ellos. A veces me declaro más insegura que los demás, más complaciente… Es inevitable sentir la necesidad de agradar a todos cuando sabes que escondes este gran secreto.

Con mi familia guardo una estrecha relación, especialmente con mi madre, a la que le agradezco su sufrimiento, su buen hacer y su constante preocupación por mi bienestar. Para mí no hay mejor recompensa a mi sufrimiento que ir a visitar a mis padres a su casa y percibir ese brillo de orgullo en sus preciosos ojos, esa mirada cómplice, ese regalo que nos hacemos mutuamente cuando le cuento mis cosas y ella se desahoga
conmigo. Ella me dice que siempre intentó ayudarme haciendo lo que pensaba era “mejor para mi”. A día de hoy le confirmo que gracias a su paulatina administración de la información, puedo mirar mi SIA de una forma bondadosa y compasiva. No puedo decir cómo hubiera reaccionado si me entero de todo siendo más joven, creo que la información me ha llegado en un gran momento de madurez personal, completando mi periodo de superación.

Por supuesto, siguen produciéndose complicaciones en mi día a día normal. Llegar a la farmacia y descubrir que han retirado tu fármaco es angustioso, sobre todo las primeras veces que lo sufres. Empezar a pensar en que te va a desparecer el pecho, que te vas a convertir en algo “indiferenciado”…. Poco a poco, a través de concatenar experiencias negativas y decepciones, vas tranquilizándote y volcando menos ansiedad en torno al tema.

Para terminar, quiero subrayar una frase que yo siempre digo: lo mejor del camino lo ponemos nosotros mismos. Todo el mundo sufre, todo el mundo tiene problemas. No existe un camino liso y lineal, perfectamente asfaltado, aunque lo busquemos e idealicemos constantemente. Lo importante del camino lo ponemos nosotras: con nuestra fortaleza, nuestras ganas de ayudar a los demás, nuestro espíritu mitad masculino- mitad femenino… nuestra esencia especial nos define como auténticos seres llenos de luz y agradecimiento hacia la vida. Aunque la sociedad muestre dificultades en tolerar cierta información de nuestro síndrome,…nosotras siempre tendremos la oportunidad de devolverles el gesto con una sonrisa pícara de máxima satisfacción personal. Yo no soy una persona especialmente religiosa, pero me han contado que, en tiempos arcaicos, la concepción de una persona que tenía ambos sexos (y en cierto modo yo me siento así) era atribuida a seres que habían sido “tocados por la varita de Dios”… Así por tanto, disfrutemos de nuestra ambigüedad, de lo bueno y malo de cada sexo, y ahorremos fuerzas para momentos más complicados que nos depare la vida.