Me llamo Laura, tengo 45 años. Mi cariotipo es xy y mi organismo es insensible a los andrógenos. Me gusta cómo soy, me siento feliz en mi cuerpo, en mi vida y con mi historia. Con complejos y miedos todavía por superar, algunos relacionados con el SIA, otros no. Y también con muchas valentías, alegrías y libertades, adquiridas algunas gracias al SIA y otras no.
Formo parte de la familia de Grapsia desde hace 14 años, los mismos que cumplirá mi sobrina este mes. La misma edad que yo tenía cuando me enteré de que mi cuerpo funcionaba de forma diferente al de otras mujeres.
La Vida me hizo el regalo de convertirme en tía de los cinco seres más luminosos, fascinantes y bellos del planeta. Únicas e increíblemente perfectas, como todos, como también yo… Dos de ellas nacieron también insensibles a los andrógenos: Luna y Rocío.
Muchos creen que la vida tiene un sentido, que tenemos una función que cumplir en este mundo. Si es así, sin duda siento que la misión de mis sobrinas es y ha sido iluminarlo con su belleza, su alegría y su luz, para que nos rindamos de admiración y asombro ante el milagro de la existencia. Desde luego, conmigo cumplieron su misión: me regalaron amor sin condiciones hacia ellas, hacia mí misma y hacia la vida.
Y es esto lo que me gustaría mostrar con mi testimonio: que al margen de dificultades y miedos, no hay nada que corregir ni cambiar en ninguno de nosotros, que somos perfectos, que nuestra existencia es motivo de alegría, nunca de sufrimiento.
En mi historia, como en la de todos, ha habido sufrimiento, y aunque en parte me ha ayudado a crecer y me ha convertido en lo que soy ahora, considero que gran parte de él ha sido inútil. Me paralizó, me cortó alas y me hizo invertir una cantidad excesiva de energía en superar miedos.
A los 14 años yo era todavía muy infantil. Tímida, acomplejada, dócil y obediente, con una gran imaginación y un mundo interior muy denso.
Mi madre me llevó al ginecólogo extrañada porque todavía no me hubiera venido la regla. En la primera exploración comprobaron que mi vagina era “ciega” y después de muchas pruebas y análisis, me informaron de que no tenía útero, que nunca podría tener hijos biológicos, y que para poder tener relaciones sexuales con penetración necesitaría someterme a una operación muy compleja porque mi vagina era demasiado pequeña. También me informaron de que una vez terminado mi desarrollo, deberían extirpar lo que ellos llamaron “ovarios” porque existía riesgo de que se “malignizaran”.
Insistieron en que era inútil buscar segundas opiniones porque eso sólo me incomodaría, y que era preferible no comentar mi caso con otras personas.
En mi recuerdo de niña me veo sentada frente a un grupo de médicos con cara de preocupación reunidos exclusivamente para darme esa información. Sentí que mi caso debía ser muy raro e importante.
Quedamos en que yo decidiría cuándo someterme a la operación de neovagina y que nos veríamos más adelante. Lo que me contaron en relación a esa operación me aterrorizó, recuerdo que hablaron de injertos de mi propia piel, de extirparme un trozo de intestino, que necesitaría mucho tiempo de recuperación, que sería muy costoso… De la información que me dieron ese día, esto fue lo que más asustó.
Cuando salimos de la consulta mi madre y yo, asustadas y perdidas, seguramente, ella más asustada y perdida que yo, sólo pudo aconsejarme que estudiara mucho.
En mi familia nunca hemos sido buenos comunicadores, y aunque somos muy sentimentales, nos cuesta compartir emociones. Cuando algo de verdad nos afecta actuamos como si nada ocurriera, tal vez pensando que los problemas si se ocultan, dejan de existir. En mi caso, mi problema se enterró bien profundo y nunca se habló en mi casa de él, por lo menos, no conmigo. Sabía que mis padres y hermanos lo sabían y todos jugábamos a que no pasaba nada y a que éramos muy felices. Desde siempre, mi papel en el juego de mi familia fue el de niña sonriente, complaciente, buena, y feliz, y lo seguí interpretando aunque cada vez resultara menos creíble.
Los temas principales por aquella época en las conversaciones con amigas eran sexo y regla, así que me fui creando una imagen de chica dura y reservada para no sentirme obligada a compartir mi secreto. Seguí a rajatabla el único consejo que recibí por parte de médicos: no hablar con nadie de lo que me pasaba, que se extendió lógicamente a no compartir con nadie intimidad y sentimientos. Poco a poco me fui encerrando más y más en mí misma. No concebía otro tipo de relaciones sexuales que no fueran con penetración, ni consideraba que pudiera gustar a alguien que conociera “mi gran defecto de serie”. Por consiguiente, me limité a tener relaciones sexuales o de pareja ocasionales, intimando apenas a nivel físico y emocional. En plena adolescencia, como es natural, me enamoré y se enamoraron de mí, y por miedo y rechazo a mí misma, rechacé, hice daño y me hice daño.
Me aterrorizaba la operación de neovagina y cuanto más tiempo pasaba, más me avergonzaba hacer preguntas en casa y más cobarde y culpable me sentía.
Con 21 años, Me animé a retomar la cuestión médica y volví a la consulta del ginecólogo. Fue entonces cuando me dieron la información completa. Un médico muy nervioso, afectado y paternal, a punto de comerse sus gafas, me informó de que yo era una mujer “MUY MUJER”, de la cabeza a los pies, que era atractiva y que seguro que tenía muchos pretendientes y que no me iba a costar encontrar marido…
Continuó diciendo que lo que me pasaba tenía nombre y se llamaba síndrome de Morris y que mi cariotipo era XY. Me advirtió que era muy importante que esa información no saliera de aquel despacho y que era mejor ocultársela a mi padre para que no se preocupara. Lo que yo entendí, y nunca expresé, fue que el síndrome era algo tan vergonzoso que hasta mi padre me podría rechazar si lo llegaba a saber.
Al salir de la consulta, recuerdo que me repetí a mí misma una y otra vez: soy la misma persona que era ayer.
Aumentó todavía más el sentimiento de vergüenza hacia mí misma. Un sentimiento que alimenté durante años: la creencia de que cualquiera que conociera mi gran verdad me despreciaría y que abarcó finalmente a todo mi interior. Yo, a nivel íntimo, era un ser despreciable que tenía que fingir no serlo para que me aceptaran. Me oculté, me anulé, y enterré mi inocencia, mi sensibilidad y mi alma en el mismo lugar que escondí mi XY. Debía de dejar de ser yo para aparentar ser “normal”.
Estando completamente sana, me colaron en todas las listas de espera, me operaron de urgencia y me extirparon los testículos. La operación no fue todo lo bien que cabía esperar y tardé en recuperarme físicamente. De aquella experiencia recuerdo un gran dolor físico y emocional. La soledad de vivir una intervención quirúrgica en secreto, la humillación de pasar por continuos reconocimientos médicos innecesarios para saciar la curiosidad de personal sanitario desconocido con un gran interés en examinar mis genitales, y la vergüenza de sentir expuesto mi gran secreto. Me sentí como un animal de feria.
A partir de entonces necesitaría para siempre tratamiento hormonal sustitutorio y tuve que aprender a reconocerme de nuevo en mi cuerpo y a enfrentarme a muchos cambios inesperados: sofocos, pérdida de deseo sexual, pérdida excesiva de peso, de energía, cambios en la piel, etc, etc, etc… Cambios para los que no estaba ni preparada ni informada.
En ningún momento después de la extirpación de mis gónadas sentí que mi cuerpo funcionara igual que antes, simplemente, después de años jugando con diferentes tratamientos y dosis, acepté que lo artificial no se puede equiparar a lo natural y me acostumbré finalmente a un funcionamiento diferente.
Ahora sé que aunque en los protocolos médicos se sigue recomendando la gonadectomía a mujeres XY por riesgo de cancerización, ese riesgo es mínimo en mujeres insensibles a los andrógenos.
A veces me cuestiono si la recomendación médica de castración, una vez pasada la pubertad, se podría extender también a hombres XY sanos y sin antecedentes familiares de cáncer, para evitar el riesgo de malignización de sus gónadas. A los que consideren esto como una locura, yo les preguntaría por qué en mi caso no se consideró así también.
Quedaba pendiente la otra gran operación que tanto temía y pasaron dos años hasta que me armé de valor y me animé a transformarme en una mujer con vagina “como dios manda”. Ocurrió que por aquel entonces conocí a un chico con el que deseé mantener una relación más estable. Hasta entonces lo habitual en mí era cortar con las relaciones antes de crear lazos emocionales.
Fui a la consulta de un nuevo ginecólogo que no me había tratado anteriormente, dispuesta a quitarme de encima ese problema que condicionaba tanto mi vida. Mi sorpresa fue que durante el primer reconocimiento me preguntó si mantenía relaciones sexuales con penetración. Le respondí desconcertada que no podía tenerlas, que mi vagina era demasiado pequeña, pero me respondió con mucha tranquilidad que consideraba que sí era posible y que de hecho era recomendable para ayudar a que mi vagina se dilatara. Salí de la consulta dudando entre gritar, llorar o reírme. No podía creer que eso estuviera ocurriendo. Milagrosamente, me había convertido en una mujer con “vagina funcional”. Poco después entendí que si una vagina es un órgano por el que puede pasar la cabeza de un bebé, es porque tiene una gran capacidad de dilatación y que esa dilatación ocurre naturalmente durante una relación sexual, sin necesidad de recurrir a dilatadores. Por lo menos en mi caso ocurrió así.
Ahora me estremezco imaginando lo que podía haber ocurrido si me hubiese sometido a esa operación. Me cuestiono los motivos por los que me habría operado asumiendo los riesgos que cualquier operación conlleva y las posibles secuelas físicas. Una operación que no me habría garantizado una vida mejor, más saludable o un mayor disfrute sexual, más bien al contrario, pero que me habría hecho apta para complacer sexualmente a mi pareja masculina de la forma tradicional.
Me cuestiono si no hubiese sido menos arriesgado cambiar mi mente, para aprender a amar mi cuerpo antes que manipularlo. Pero eso es ahora…
Comenzó entonces mi etapa de “mujer normal”. Mantenía relaciones sexuales “normales” con penetración con mi pareja estable, también tenía trabajo estable, una casa con jardín, un perro y una gata. En apariencia en mi vida todo era “normal” y eso me hacía feliz. Para mí era impensable que mi pareja me aceptara conociendo mi cariotipo, así que se lo oculté durante los siete años que duró nuestra relación. De lo que no era consciente era del sentimiento de culpabilidad que alimenté durante esos años y que marcó nuestro noviazgo. Me consideraba a mí misma un fraude por lo que debía de ser complaciente con mi pareja, compensándole por haber cargado conmigo. Viví evitando recordar o pensar en nada que tuviera que ver con el síndrome de Morris, convencida de que no existía otra posibilidad. Lo que ahora sé es que cuando quieres evitar u ocultarte de algo, la vida siempre te acaba colocando frente a tus fantasmas.
A los 29 años comencé a practicar disciplinas físicas y mentales que me inducían a profundizar en mis sentimientos en vez de a evitarlos como había hecho hasta entonces. Literalmente sentí en cada práctica que una niña gritaba en mi interior y durante mucho tiempo, salí de las sesiones llorando. Comencé a sentir algo completamente nuevo y sorprendente: amor hacia mí misma y hacia mi cuerpo. Como si despertara de un sueño, fui consciente del daño que hasta entonces me había hecho, de que era imposible eludir la realidad y que tenía que aprender a convivir con ella.
Como había desarrollado una especie de fobia hacia los ginecólogos, decidí resolverlo acudiendo a la consulta del último que me atendió, para revisar mi tratamiento. La experiencia fue tan decepcionante y traumática como las anteriores: la única recomendación médica que recibí en un ambiente angustioso y exaltado, fue que ni mi pareja ni nadie debía conocer lo que me pasaba. Afortunadamente, también busqué ayuda psicológica donde recibí consejos más acertados.
Y así comencé un camino apasionante de autoaceptación y amor. Dejé a mi pareja, mi trabajo, mi casa, mi perro y mi gata, evitando ser “normal” para aprender a ser yo misma, y en medio de aquella revolución ocurrió algo mágico y sorprendente: en los resultados de la amniocentensis que realizaron a mi hermana embarazada, figuraba que el cariotipo del bebé que esperaba, era XY, mientras que las ecografías mostraban claramente que tenía vulva. Obviamente, ese bebé era como yo.
La experiencia más hermosa, intensa y real de mi vida fue cuando vi por primera vez la carita de Rocío. Con su inocencia me mostró la mía propia, con la rotunda y absoluta perfección de su cuerpo me mostró el mío, con su belleza vi mi belleza… Un espejo en el que vi reflejada mi esencia, que me devolvía un amor sin límites ni condiciones, que brotaba de mí hacia ella y que ella me devolvía multiplicado. Un espejo frente a otro espejo, donde un amor infinito se reflejaba a sí mismo y en el que se desintegraban sin dejar rastro vergüenza, culpabilidad, autorrechazo y rabia.
En esos día fue cuando me puse en contacto por primera vez con el grupo de apoyo GRAPSIA. Es indescriptible lo que la primera conversación telefónica que mantuve con una integrante de la asociación fue para mí. Hablamos durante dos horas, lo que tardamos en consumir el saldo de nuestros dos móviles. ¡Estaba hablando con una mujer con una vivencia parecida a la mía! Por primera vez pude compartir mi experiencia con alguien y sentirme identificada con la suya. Hablamos de sexo, de nuestras experiencias con los médicos, de tratamientos hormonales… En fin, de todo lo que hasta aquel entonces pensaba que nunca podría compartir con nadie. Me sentí acompañada, acogida y comprendida, formando parte de algo, una sensación completamente nueva para mí.
Gracias a la asociación, pude ponerme en contacto con médicos con una calidad profesional y humana fuera de lo común. Así nos hicieron un estudio genético a mi familia y a mí, en el que se desveló, entre otras cosas, que otra de mis sobrinas, Luna, también es insensible a los andrógenos, cosa que hasta entonces ignorábamos.
Recuerdo emocionada el primer congreso al que asistí en el que conocí a mi otra gran familia, de la que formaban parte un grupo de mujeres impresionantes, insensibles a los andrógenos como yo. Mujeres que desde el primer momento consideré un modelo y un ejemplo a seguir. Me conmoví con el amor sin límites de los padres y las madres de la asociación hacia sus hijos, me sentí en casa, en un espacio en el que ya no tenía la obligación de ocultarme, libre para mostrarme y compartirme con los demás.
A partir de entonces han ocurrido muchas cosas. He compartido mi vivencia con el SIA con muchas personas. Al principio, con vergüenza y nerviosismo, después como algo que forma parte de mi pasado y de mí misma, pero que ya ni me afecta ni traumatiza. También con las parejas que he tenido en estos años, y en ningún momento he sentido que estas personas recibieran la información con rechazo o desagrado. Al contrario, después de compartirlo me he sentido más acompañada, comprendida y querida.
Si reviso mi historia, compruebo que lo que me hizo daño fue la ignorancia, el miedo, la sobreprotección, y la ambigüedad de los mensajes de médicos y familiares del tipo “eres muy mujer, súper mujer, pero…”, “ no te ocurre nada vergonzoso, pero guárdalo en secreto”, “no es una enfermedad, pero se necesita intervenir, extirpar y medicar”, “te aceptamos, nos gusta cómo eres, no te pasa nada malo, eres completamente normal, pero vamos a hacernos un estudio genético para saber si somos portadoras de la mutación genética”…, estos mensajes me generaron inseguridad, confusión y culpabilidad. En ningún momento sentí que los médicos que me atendieron tuvieran la intención de hacerme daño. Al contrario, trataron de protegerme del rechazo social que según ellos, provocaría el conocimiento de mi intersexualidad, y me hicieron daño porque, sin proponérselo, volcaron sobre mí el rechazo que internamente sentían.
En este momento puedo afirmar con rotundidad que SIA no tiene por qué ser sinónimo de problema o sufrimiento. Mientras escribo esto me estremezco al comprobar que desde lo más profundo de mi corazón, no envidio en absoluto a otras mujeres, que me siento orgullosa de lo que he aprendido en estos años, que el SIA ha regalado a mi alma la capacidad de emocionarse, sobrecogerse, maravillarse, ante la belleza de los infinitos colores que existen entre los aburridos blancos y negros.
¡Me encanta la plasticidad que el SIA ha aportado a mi mente!. ¡Me encanta el grado de empatía que he desarrollado con los que no pasan por el filtro de lo que se considera normal!. ¡Me encanta ser fronteriza!. Me encanta ser internacional, me encanta ser interracial, me encanta ser inter-todo, porque es allí, en lo “inter” donde la vida se expresa con toda su belleza.
¡Me encanta ser intersexy!