Marta

Me llamo Marta. Tengo 31 años. Tengo síndrome de insensibilidad total a los andrógenos. También tengo muchas cicatrices en mi cuerpo y otras tantas en mi alma. Las cicatrices del cuerpo a veces me producen molestias, otras me avergüenzan, y otras, ni siquiera me acuerdo de que están ahí. Con las cicatrices del alma es más difícil vivir. Aunque ahora puedo estar muy contenta, porque la mayoría sólo son cicatrices. Hubo un tiempo en que eran heridas, heridas que yo no sabía cómo curar, y por eso llegué a pensar muchas veces que no sanarían, y esta forma de pensar sólo hacía que las heridas se hicieran más grandes.

Desde niña sé que había algo que me hacía diferente de los demás. Tenía un bultito en el vientre que a veces me dolía y, además, era algo de lo que mejor no hablar con los demás. A veces, una vez al año, íbamos a la consulta de un ginecólogo y tampoco se podía decir a dónde íbamos. A mí no me gustaba ir al ginecólogo. Mis padres siempre estaban muy serios. El doctor también era muy serio. Me palpaba, me tomaba muestras. A mí no me gustaba todo aquello, porque me daba mucha vergüenza enseñarle a alguien, aunque fuera un doctor, una parte tan íntima de mi cuerpo.

En la adolescencia todavía me daba más vergüenza ir a su consulta. Incluso a la edad de 17 ó 18 años, y hasta los 21, me seguía llamando niña. La “niña Marta”, porque como no había tenido la regla, no me consideraba una mujer. A mi eso me dolía mucho. Estaba abriendo una de las heridas.

Otra de las heridas, la constituyen la cantidad de mentiras que he dicho en relación al síndrome. Desde contar a mis amigas que ya me había venido la regla, cuando no era verdad, o decir que me había depilado las axilas, cuando la verdad era que no tenía vello, o de más mayor, simplemente no hablar de mí misma, no darme a conocer, para no tener que contar más mentiras. No hablar de sexo ni de chicos, porque no estaban en mi vida. Yo no les dejaba estar. Me cerraba en banda, alejándome y evitando toda posibilidad de contacto. Ese acercamiento podía poner en evidencia que era diferente y eso me producía pavor. Lo que más me cortaba en una relación íntima era el hecho de no tener vello púbico y debido a eso sentirme obligada a dar explicaciones.

Así pasé mi adolescencia y parte de mi juventud; dejando a un lado el tema chicos, porque me resultaba muy difícil, e intentando llenar mi vida con otras parcelas, como los estudios, o los amigos, pero aún así, no me sentía plenamente satisfecha. Con los estudios, aunque me fuera bien, no valoraba suficientemente mis éxitos porque en mi fuero interno me decía, ¿Y de qué me sirve esto, si no puedo tener acceso al amor? Yo, verdaderamente creía que esto era así. Que ningún hombre me querría, por lo que me pasaba, y yo, realmente, tampoco podía querer a nadie, porque no me quería ni aceptaba a mí misma.

Con los amigos, tampoco sentía mis relaciones plenas. Creo que no he tenido una “mi mejor amiga” porque no me he abierto lo suficiente, porque no era capaz de dar parte de mi intimidad. De vez en cuando aparecía un chico que me interesaba más que los demás, y ahí lo pasaba muy mal. Me cerraba en banda; sólo daba negativas, y lloraba mucho y me compadecía de mí misma y de mi situación.

A los 21 años, 7 meses después de la extirpación de la gónada que me quedaba (la otra había sido extirpada a los tres años) hice un viaje de dos meses que marcaría un antes y un después en la forma de entender mi vida, y en cierto modo, un paso a la edad adulta. Quizá un viaje que me salvó de una depresión, porque después de esa operación yo estaba en un estado mental verdaderamente frágil. Antes de la operación, fui a buscar a la biblioteca de la facultad de medicina la información que no me atrevía a pedir a los médicos ni a mi familia. Allí descubrí que lo que me iban a extirpar era un testículo, y que mi dotación cromosómica era xy.

Después de la operación un doctor me dijo que mis niveles de testosterona en sangre eran muy altos, por lo que quizá todavía quedaría un resto de gónada y puede que tuvieran que volver a operarme. Al yo preguntarle si esos niveles no podrían venir de otra parte del cuerpo, como las glándulas suprarrenales, me empezó a contestar con tecnicismos médicos y algo airado, imagino que herido en su orgullo, y supongo que entendió que yo ponía en duda su profesionalidad. Nada más lejos de la realidad. Yo estaba muy asustada, acababa de salir de una operación, y lo que menos deseaba era meterme en otra en esos momentos, así que solo buscaba alternativas “racionales”. Tardé cuatro años en volver a pisar la consulta de un ginecólogo.

En fin, durante ese viaje del que comenzaba a escribir, conocí a cuatro jóvenes mujeres maravillosas. Todas con una apertura de espíritu especial. No se parecían a las amigas que yo tenía hasta entonces. Había una, sobre todo, que era capaz de hablar de sexo sin ningún pudor, y de contar experiencias suyas sin preguntas, y yo no me sentía comprometida a deber contar algo. Se creó una amistad muy especial entre nosotras cinco, que aún hoy perdura, aunque con las dificultades del tiempo y de los kilómetros de por medio.

A mí esa experiencia me sirvió para darme cuenta de la multitud de posibilidades que tiene la vida. De que no estaba obligada a seguir un camino único, marcado por la familia, la sociedad y sobre todo, por mis propios prejuicios. Fue la primera vez que contemplé en mi cabeza la posibilidad real de mantener relaciones sexuales con un hombre. Era consciente de que aquello podría ser más o menos complicado, por mis propias barreras, pero en cualquier caso, empecé a dibujarlo en mi mente como algo posible y no como algo imposible, como lo había vivido hasta entonces.

Pero al volver a casa, ese impulso que traía se fue debilitando. Tuve que terminar mis estudios, lo que también fue duro, encontrar un primer trabajo, nada fácil, y poco a poco seguí con mi vida como hasta entonces, es decir, todo aparentemente normal por un lado, con el síndrome y mi manera de afrontarlo por otro lado. Casi como si no fuera conmigo, a no ser por episodios de llanto, rabia, y ¿por qué a mi? que padecía de vez en cuando, pero que tras periodos más o menos largos de malestar, yo ponía a un lado porque había que continuar con “la vida”.

Así, hasta que conocí a un chico que me empezó a gustar mucho, pero como no era capaz de dar pasos de acercamiento hacia él, me obsesioné bastante con la idea de una hipotética relación. Nos veíamos a diario, a veces salíamos juntos con amigos comunes. A veces, con otras parejas, y yo me ilusionaba con la idea de que él era también mi pareja. Yo creía que también le gustaba a él, aunque nunca llegué a saberlo. Tenía pánico de quedarme a solas con él y que intentara besarme, y al mismo tiempo lo deseaba más que nada. Después de unos meses con esta ansiedad tan grande que me producía esta situación, decidí que esto no podía seguir así y busqué la ayuda de una psicóloga. Estuve en terapia más de dos años. Durante este tiempo logré muchas cosas. Primero, conseguir hablar con alguien distinto de mi familia, de lo que me ocurría, del síndrome. Era la primera vez en mi vida que lo contaba. Comencé un proceso de aceptación de mí misma, de mi síndrome y de lo que conlleva. Empezó el final de una especie de rencor o de malestar hacia mis padres y mi familia, por no haber actuado como yo creía que deberían haberlo hecho. Aprendí a conocerme, a adquirir recursos que me sirven en la vida, y también me sentí por primera vez preparada para tener relaciones sexuales.

Interrumpí la terapia porque me surgió un trabajo en el extranjero y decidí irme. Allí, al cabo de unos meses, conocí al que es mi actual pareja. Fue muy difícil para mí dar el paso de mostrarme desnuda frente un hombre, pero lo hice. Fue como un salto. Coger impulso y decir “que sea lo que tenga que ser”. Lo que a mi tanto me atemorizaba que era la reacción de la otra persona al hecho de no tener vello púbico, resultó no tener prácticamente ninguna importancia, sólo la que yo quisiera darle.

En fin, este es un resumen de mi vida respecto al síndrome. Quizá quiera destacar dos cosas.

  1. La herida más grande para mí, creo y espero que ya cicatrizada, es el paso por la adolescencia. Me dolía mucho el hecho de sentirme diferente en esa etapa en la que es tan importante la identificación con el grupo. También mi actitud personal en esa época, en cuanto a la negación de lo que me ocurría me hacía daño, pero era mi forma de “defenderme”, de no sentirme diferente. Y el aislamiento personal al que conduce todo esto. Sentía que nadie podía ayudarme. Ni siquiera mi madre, que aunque a veces lo intentara, no podía porque yo no quería ni hablar de ello.
  2. La herida todavía abierta. ¿Cómo enfrentarse con el síndrome socialmente? De mi círculo de amigos, prácticamente nadie lo sabe. Hace año y medio me extirparon el resto de gónada que me quedaba. Yo no se lo dije a ninguno de mis amigos más cercanos. Estuve desaparecida durante la estancia en el hospital y la semana de convalecencia. No sabía qué contarles, y tampoco quería mentir. Es una asignatura pendiente para mí, a mi modo de ver. En el trabajo tuve que decir que me sometía a una pequeña intervención, y aunque entiendo que no tengo porqué dar explicaciones en ese medio, sentía malestar. No sabía qué decir, y lo pasé fatal.

No sé qué impresión dará a alguien que lea esto por primera vez. Supongo que una muy diferente según sea una persona afectada o no. En cualquier caso, me gustaría lanzar un mensaje a posibles lectores.

Yo he sufrido. El vivir con el síndrome, para mí ha sido muy doloroso, pero creo que en la vida, quien más y quien menos, antes o después, por unos motivos u otros, sufre. Quizá no es un consuelo, pero prefiero tomármelo así, y aceptar que éste es parte de mi camino a recorrer, a tomármelo como algo que da vueltas en círculo, en torno a la pregunta de ¿por qué a mí? Lo bueno, lo que hace crecer, es tomar ese camino y aprender de él. Aunque el hecho de tener el síndrome ha influido en algunos aspectos negativos de mi personalidad como la desconfianza, la dificultad para sentirme integrada dentro de un grupo social, o la dificultad a la hora de las relaciones sexuales, a lo mejor gracias a lo que he aprendido de mi convivencia con el síndrome también he desarrollado buenas características de mi personalidad como son la tolerancia hacia lo diferente, la generosidad, la capacidad de escucha, la empatía o habilidad para colocarse en el lugar del otro, o la comprensión por el sufrimiento ajeno. ¿Cómo hubiera sido sin él? Quizá también hubiera llegado a algunas de estas características por otros caminos, o a otras completamente diferentes, no lo sé. En cualquier caso, seguro que sería una persona diferente. Lo que quiero decir, es que el síndrome va conmigo, ha influido en mi personalidad, para lo bueno y para lo malo, también soy yo, es parte de mí, me ha hecho “yo”, aunque mucha gente a mi alrededor lo desconozca.

Creo que me he ido por las ramas. No sé muy bien si se entiende lo que quiero decir, si llego a expresarlo con suficiente claridad. También quería decir que para mí ha sido muy difícil cambiar mi modo de ver las cosas. En su momento era como estar encerrada y no saber si iba a poder salir. Pues bien, creo que puedo decir que he salido, o al menos, que tengo medio cuerpo fuera, y que en gran parte, esto depende de una misma, de nuestra fortaleza, de nuestra creencia en nuestras posibilidades, de estar harta de sufrir, y un día decidir que vas a intentar cambiar las cosas. De tener el valor de pedir ayuda, de ser capaz de recibir, de acercarte a los demás cuando has vivido todo esto de forma aislada. En fin, no sé cómo se recibe esto. A mi me gustaría que fuera recibido como un mensaje de esperanza.

Y ya para terminar, me gustaría decir que aunque soy CAIS, y como he dicho esto ha tenido mucha importancia en la construcción de mi personalidad, también soy muchas otras cosas. Soy entusiasta, soy soñadora, soy gruñona, me gusta sentirme en la naturaleza, ver en el cine cómo es la vida en países lejanos, la música que me conecta con rincones profundos de mi alma, la buena literatura, que me produce placer sólo por cómo está escrita, y además cuenta historias de las que puedo aprender algo. Me gusta, no, es una necesidad; necesito sentirme útil, sentirme valorada en mi trabajo, y por las personas que me rodean. ¿qué pretendo transmitir con todo esto?. Que sería muy reduccionista decir solamente que soy CAIS. Soy muchas cosas más, y creo que es bueno ver el síndrome como algo integrado en mi vida como algo más, sin darle una importancia mayor de la que tiene, aunque ésta sea grande, y tampoco haciendo como si no existiera, porque esto es negar la realidad.

Para terminar, sólo dos palabras: ACEPTACIÓN y CONFIANZA, en una misma y en los demás.